miércoles, 25 de junio de 2014

Un día en la capital, un inesperado final.



Es una mañana calurosa en la capital, el verano se acerca  de forma prematura.

Recorro una de sus calles, a ambos lados, el aire acondicionado de los comercios invita a entrar, solo me detengo a mirar los escaparates, mi ánimo hoy es pésimo y solo me apetece soledad.

Dentro de los locales, mujeres súper arregladas derrochan el dinero con el  que, seguramente sus esposos, las mantienen entretenidas.  Las observo, entre ellas compiten para adueñarse con las mejores prendas, me hacen sonreír y continúo mi camino.  La gran plaza empedrada da paso a la catedral, bajo ella, decenas de sillas distribuidas por las terrazas de verano intentan aplacar el agobiante calor.  La imagen de la catedral  es espectacular, sus grandes arcos, su campanario, decido sentarme en una de esas terrazas y observarla.

Reviso los mensajes de mi teléfono, el camarero no tarda en atenderme,  pido un americano, me sorprende su contestación -¿de qué edad lo prefiere?  Me hace reír, vaya, el chico es simpático.  Junto al café, deja un dulce típico de la zona.  Sus miradas en cada servicio van dirigidas hacia mí. 




Paso la tarde recorriendo la capital, sin rumbo, empieza a caer la noche y me dirijo al parking. Bajo las escaleras una a una, mi vehículo está cerca de la entrada, tras pagar el tiempo establecido, las luces de mi coche responden a mi llamada.

Un escalofrió recorre mi espalda, la sensación de una mirada me sobrecoge, una voz del pasado me saluda.

-Hola-  mi sangre se hiela, respiro profundamente  al tiempo que me giro para devolverle el saludo.

Frente a mí, el único hombre que dejo huella en mi vida, cortésmente le saludo con una sonrisa.  Con el paso del tiempo, todo lo ocurrido en el pasado ha quedado atrás, la alegría de ambos  es recíproca. Cinco minutos después decidimos tomar un café para ponernos al día, no caben reproches.

Lo impensable se ha producido,  somos capaces de volver a ser los buenos amigos que fuimos.
Sentada en la terraza me doy cuenta de lo tarde que es, y decido despedirme, caballero como siempre,  se ofrece a acompañarme  a mi coche. En el recorrido me describe y comenta detalles que él conoce.  Escucho con atención  cada una de sus palabras, como siempre me impresionan sus conocimientos.

Al fondo una orquesta toca una  melodía que me eriza la piel, me mira y sonríe , sabe que me apasiona el jazz y el blues, cogiéndome de la mano nos dirigimos al final de la calle, con la intención que solo serán cinco minutos.  La música me embriaga, disfruto el momento temblando con cada nota.

Siento su brazo sobre mis hombros, cierro mis ojos dejando que el aroma de su piel recorra cada uno de mis poros,  su respiración tan cercana, el calor de su cuerpo, improvisadamente, nuestros cuerpos danzan al ritmo de la melodía ….. es hora de volver a casa.

Volvemos a bajar las escaleras del parking llegando de nuevo a mi vehículo.  Las luces de los intermitentes vuelven a parpadear a mi llegada.  Es la hora de la despida, apoyada en mi coche le agradezco el café y la noche inesperadamente especial apoyada en mi coche.

Me mira sin decir nada, el remolino de nervios en mi estómago comienza a ser perceptible.
Con las llaves en la mano me acerco a él, mis labios disfrutan el fugaz beso que deposito en su mejilla, él continúa sin decir nada, le sonrió al tiempo que me giro abriendo la puerta de mi coche.

-Me debes un beso ¿recuerdas?-  petrificada no consigo sentir los latidos de mi corazón, su mano acaricia mi cuello,  vuelvo a ser una marioneta dispuesta a complacerlo.

Dejo que ocurra lo que he deseado tantas veces,  sus ojos fijos en mis ojos,  sus labios acercándose a los míos,  los acaricia suavemente  con delicadeza  torturándome en cada uno de sus movimientos.

El beso se prolonga, cada vez más profundo, más intenso, siento calor en mi cuerpo, no soy capaz de retenerme  dejando que mi cuerpo le responda, mis brazos sobre su cuello lo acercan a mí, siento la presión de su deseo acariciando mi cuerpo, la respiración de ambos se acelera por momentos,  una de sus manos acaricia mi pecho,  despojándome de un profundo gemido.

Su mano continúa bajando al tiempo que mi pierna sube acariciando su cuerpo,  siento sus dedos  sobre mi clítoris, sonríe,  la excitación que siento a conseguido excitarme.

No deseo racionar y lo demuestro abriendo la puerta trasera de mi coche, tumbándome en el asiento  posterior, lo invito a seguirme, lo hace sin apartar sus ojos de mí, sus manos desnudan mis pechos dejándolos indefensos a su boca.

             

Entre gemidos desabrocho su cinturón,  bajo la cremallera de su pantalón, acariciando el gran pene que se presenta frente a mí.  Mi cuerpo arde como nunca, sus dientes mordisqueando mis pezones me enloquecen, lo necesito dentro de mí, son mis piernas quien se lo hace saber.

Ese instante en el que me tortura sin moverse dentro de mí, deja paso a cuerpos prendidos de deseo y pasión.

Una hora más tarde, me dirijo a casa. No pienso nada, completamente satisfecha sonrió, simplemente a pasado, lo que tenía que ocurrir.


Enmanuell L 26 de Junio de 2014
                                                                        



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